Estamos sumergidos en un mundo tan
caótico que lo que en principio nos tendría, pienso, que escandalizar pasa
inadvertido ante la avalancha de información y de sucesos cada cual más
esperpéntico. Me estoy refiriendo, en concreto, a las reacciones que ha provocado el anuncio hecho por el nuevo
Ministro de Educación sobre el proyecto de vincular las becas de estudio no
solo a la carencia de recursos sino también, como su propio nombre
indica, al propio estudio. ¿Algo novedoso?, se preguntará el lector no
familiarizado con los temas educativos. Pues sí. Supone un giro drástico
porque, hasta ahora, no se exigía prácticamente ningún rendimiento académico a
los beneficiarios de estas becas. Ante semejante obviedad supondrán que la
aceptación de la propuesta ha sido unánime: pues no, vuelven a equivocarse
porque se han alzado numerosas voces críticas quejándose de
que "parece que se trata de volver a épocas franquistas" (líder de un sindicato
supuestamente de izquierdas dixit).
Cuando asistes al penoso espectáculo de alumnos
becados, en bachiller para más señas, que se lamentan de lo mal que va el mundo
mientras no abren siquiera el libro y, en cuanto te descuidas, navegan con sus
móviles, comprendes que hemos llegado a un final de ciclo y que las cosas
tienen forzosamente que cambiar.
Que se confunda el esfuerzo y el estudio con el
fascismo, que los buenos estudiantes tengan que esconderse y disimular,
mientras los demás descontrolan la clase y se vanaglorian de su ignorancia, no
es algo precisamente que nos vaya a sacar de esta profunda y angustiosa crisis.